domingo, 25 de septiembre de 2011

El porvenir de una ilusión.

Freud dijo que estamos limitados a la predicción del futuro por el cómo percibimos el presente y lo poco que sabemos del pasado.

Ahora, puedo decir que mi percepción del presente es extraña pues de alguna forma me siento como me sentía hace al menos ocho años. Lleno de una curiosidad insondable sobre lo que pasa cada día, sin mirar más allá de lo que ocurre en mi inmediatez. Haciendo nada y siendo consecuentemente nada, me encuentro en un punto en el que no me puedo proyectar en el tiempo para decir, en uno años seré esto o lo otro. No siento confusión alguna, todo está claro.

No mido el tiempo como lo hacen muchos. No tengo la energía suficiente para hacerlo. No puedo devenir en un tiempo de todos los días, necesito descansar de mí mismo y de todos los demás, es demasiado sentir y pensar todos los días. No tengo idea como algunos pueden decir que lo hacen, y que a demás pueden hacerlo con un recuerdo. Es sofocante pero paradójicamente es lo que se espera socialmente. En momentos como estos siento que me hago las preguntas correctas sobre lo que quiero, pues no me desgasto pensando en un futuro que no es otra cosa que el porvenir de una ilusión. Y como bien apunte algún día, el porvenir de una ilusión en efecto no es otro que una desilusión del mismo tamaño.

Estas ilusiones entonces aparecen en nuestras vidas como una forma de dirigirnos durante el diario vivir. En ocasiones espantan la belleza del presente y la trastocan en un ideal de llegar a ser; en una meta, en un destino, en un algo que deseamos y que nunca satisfacemos por completo. Pero estas ilusiones son necesarias, pues de otro modo, su ausencia nos estrellaría contra una de las realidades del desarrollo humano; puedes poder, o puedes ser. Entonces, nos entregamos a pensar y sentir lo que será partiendo de lo que somos en un ahora, y recordando lo que fuimos. Dividimos nuestra fuerza en el intento de mantener con nosotros un pasado (en tanto que fuimos y nos formó), de existir en un presente (en tanto pensamos, actuamos y sentimos) y de pretender en un futuro (creando la fantasía de trascender en el tiempo). Nos engañamos al pensar que somos permanentes, somos temporales.

Entonces entiendo que puedo equivocarme, que puede que de alguna manera la aventura de la permanencia se manifieste en la cotidianidad y significancia de mi vida, pero dejo de lado este argumento, prefiero en mi la responsabilidad de mis errores y aciertos, y no martirizarme por un "que hubiera pasado si...". Sé con claridad que no hay nostalgia donde no hay culpa, y eso me tranquiliza. La congruencia entre lo que pensamos y sentimos nos libera de ese yugo que representa la nostalgia; de esa cadena que nos arrastra a maldecir nuestros errores en lugar de aprender de ellos. Aquí es cuando comienzo a sentir que no tengo otro remedio que vivir y hacer como lo sienta, que el pensar no es suficiente, que la cotidianidad exige de mí una directriz que no pueda ser sometida a debate y en ese caso, solo lo que sentimos es inapelable. Cuando entregamos la brújula a el pensamiento perdemos una oportunidad de satisfacernos en mayor medida con lo que hacemos, pues comenzamos a mentirnos a nosotros mismo y ahí es cuando surge el engañoso conformismo. Nos hacemos daño, cuando nos mentimos, cuando luchamos por mantener lo que deseamos como si fuera una cosa, no podemos decir que sentimos con sinceridad si razonamos ese sentir antes de hacer que nos muestre su forma en una realidad tangible que desborde a la realidad de las especulaciones.

Ahora no me queda más que ser, esto es lo que por mi mano ha surgido: decisión, acto, consecuencia y responsabilidad, en ese orden. De modo que voy a gozarmelo.

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